Confiar en lo que no controlamos
En esta breve narración, deseo hacerme eco de lo que se ha compartido en el grupo “Memoria viva”, de aquello que pude escuchar en ese espacio y durante mi vida acerca del Padre Cacho (Rubén Isidro Alonso). El resonar de las voces y los trillos de la gente no son propiamente una biografía y tampoco es mi propósito aquí, sino tan solo, reparar sobre el estado actual de lo que un día fue. El tipo de reflejo que busco compartir, no es más pretencioso que el de una lata sobre el baldío, sin embargo, ella, a cierta hora del día y colocada apropiadamente, puede reflejar la luna que pasa, haciendo que el campito se ilumine misteriosamente, siendo parte así de la belleza.
Un carro puede llevar cosas que se transformarán
Libro del profeta Isaías, capítulo 2. “…forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación ni se ejercitarán más para la guerra…”
Es decir, forjarán de algo que sirve para matar, una herramienta que haga el pan. Transformar algo en otra cosa es el oficio más antiguo que conocemos, está en nosotros como algo posible, siempre. Invito a mirar esa capacidad que tenemos y por analogía aplicarla a otros ámbitos más allá de lo material, sin excluir lo material. Qué hacer con los asuntos más dolorosos que nos acompañan como civilización, pueblo, barrio, familia, persona, qué hacer con montañas de opresión, ofensas y pobreza… transformar eso en otra cosa es lo que aprendimos en la experiencia de un barrio donde vivió un vecino y amigo llamado Cacho.
Una esperanza grande como la de Isaías no solo es posible sino necesaria, aceptarla, abrazarla, no requiere un acto de locura, más bien una mirada honda sobre nuestro entorno, una observación que nos ayude a percibir qué forma tiene esa promesa en el presente. La mejor esperanza necesita una instrumentación, una forma de expresarse claramente. En esta breve reflexión quiero proponer la experiencia de Cacho y la gente del barrio, como un vehículo eficaz de lo que buscamos, de lo que anhela nuestro corazón.
Un carro de chapa o madera con ruedas de metal repiquetea en la calle, hace sonar cada piedrita del camino, rompe la monotonía de la tarde, desafía el trajinar acelerado en la ciudad. Su conductor conoce tanto ese carro, así como cualquier obrero conoce su herramienta.
Un simple carro, puede ser la última forma en que alguien logra mantener una familia, permite llevar algunas herramientas para trabajar, sirve para cargar metales, vidrio, plástico, cartón y transformarlos en un ingreso que haga posible mantenerse con el trabajo propio.
Un carro es ciertamente algo valioso y también puede ser el último recurso.
Sus ruedas cantan, voz ronca de metal a cualquier hora y en cualquier estación del año, va transformando cosas y cuando por un rato sus ejes descansan y el músculo reposa, quizás algún domingo soleado, los chiquilines quieren treparse y transformarlo en juego. Podemos permitirle a nuestro corazón que suba un rato, quizás al mismo carro que pintó Cacho en su dibujo más conocido y darnos permiso para cambiar. Alguien lo empuja, confiamos por un instante en lo que no controlamos.
Todas las veces que escuché hablar de Cacho me llamó la atención que no había distancia entre la voz, las palabras y el corazón, gente contando historias desde el mismo lugar donde vive su amigo, vecino, cura de barrio. Cuando las personas hablan de ese modo se suprime la distancia y nos
encontramos de pronto en cualquier esquina, en torno a un fuego donde estamos todos... el corazón tiene esas cosas, las hace posible. Cuando los relatos son así, las palabras dejan lugar a una experiencia donde somos un nosotros, más que un yo, los recuerdos dejan de ser solo una anécdota para ser memoria viva: el estado actual de lo que un día fue, su estado actual es la misma vida en otras voces, otros rostros, otras manos y el mismo corazón.
Ese tipo de narración siempre me hace preguntar: - ¿de dónde vienen mis palabras?
- ¿Qué voces escucho y sigo?
Una elección requiere libertad, continuar en lo elegido supone hondura
Marcos 12,13 “… ¿De quién es esta imagen y la inscripción? Ellos le dijeron, del César. Jesús les dijo: lo del César devuélvanselo al César, y lo de Dios a Dios…”
Cacho se mudó a un barrio, aclarando que allí buscaba a Dios, y que no lo hacía ociosamente, sino por una “imperiosa necesidad”. Quizás cuando Cacho llegó, el César se iba, pues ya no había nada más que pudiese tomar de ahí, arrebatar, tal vez se cruzaron en el camino y el César miró a Cacho, sin comprender qué podía querer en aquel lugar. La vida, es de Dios. Esa elección no tuvo marcha atrás, ese camino fue de ida nomás, como los trillos que primero intuyen la hondura del paisaje y luego la experimentan. Lo que pasó después, tiene muchos testigos y relatos, no voy a extenderme en cosas que fueron y son muy bien contadas. Sin embargo, quiero reparar en la experiencia, cuando ella remite a cosas imperiosas, necesarias, suele ser una experiencia universal, no requiere de traducciones, teorías, ni demasiadas explicaciones, lo importante es simple y las cosas importantes no son muchas. Cuando anoto lo universal aquí, me interesa poner de relieve que tal experiencia es fácilmente comprensible, transferible y se puede reproducir de maneras diversas, acorde a la vida que se tenga y sus circunstancias.
Cacho eligió cruzar una aparente frontera geográfica hecha de juicios que afirman qué cosas hay de un lado y otro de esa línea imaginaria, eligió eso no como parte de una estrategia, sino más bien, como un paso a la intemperie, donde se reconoce un bien mayor que lo que se percibe previamente, una elección sin posibilidades de control o anticipación, quizás, cediendo ese control y el futuro de cada paso a Alguien que conoce mejor el mapa completo.
En el mundo se suele valorar la cima de la montaña como algo deseable y un valor indiscutible, ahí se representa la victoria, donde llegará el héroe luego de sus luchas, para finalmente estar solo, muy solo, lleno de honores y laureles. Dejemos la cima al César. Cacho eligió el valle, ese es el lugar donde nos podemos encontrar con las personas, reconocernos juntos y desarrollar lo que sea necesario para salir adelante sin rezagados.
Cuando oímos hablar de Cacho siempre se mencionan las mismas cosas: el perdón, la paciencia, la escucha y la disponibilidad, también cierta terquedad y perseverancia. Lo que me llama la atención es que estas cualidades, así como otras similares, no se presentan como valores, o ejemplos de conducta ni virtudes, más bien se mencionan como parte del modo en que él actuaba y hacía las cosas. Se me ocurre que el modo de hacer las cosas puede ser tanto o más elocuente que lo que se hace, elocuente al pintar y describir una persona, lo que la motiva o inspira. Lo otro que me asombra gratamente, es que las personas que lo describen así, son personas que lo conocieron muy bien, que fueron sus amigos, amigas del barrio. Nadie reconoce en otro algo que ya no esté presente en sí mismo.
El modo de hacer las cosas revela el interior de las personas, el modo de actuar de Cacho es en sí mismo un milagro, ya que un milagro es tal, debido al amor que inspira la acción más allá de que el resultado sea curar a un ciego de nacimiento, consolar a alguien que sufre o hacer un techo para que una familia viva a su reparo. Me gusta pensar de esa manera porque instala el hecho de que un actuar colectivo puede ser un verdadero milagro. Ahí están las viviendas, la cooperativa, como un recordatorio material y a la vez mucho más que ladrillos y cemento. Quedaron infinidad de relatos donde alguien escucha con cariño, atiende un pequeño detalle de la vida con ternura y perdona lo que le tire el César en un día cualquiera, sabiendo que no se trata de extirpar, matar, sino de transformar y el perdón es una forma de transformar la frustración y el dolor en fuerza.
Se me ocurre que la elección correcta da como resultado algo bueno para todos y me pregunto: - ¿cuándo he tomado decisiones confiando en lo que no controlo?
La Vida es una maestra
Sabemos de la vida porque estamos vivos.
Cacho se mudó a un barrio donde la vida se abre paso día a día. Encontró en ese lugar a Quién inspira la plenitud de la vida en medio de circunstancias que parecen amenazantes, aun así, lo que es verdadero se muestra perfecto en la fragilidad. La vida enseña siendo, no obligando y al Amor no se lo controla, solo se lo habita.
Lo que aprendemos de Cacho no es algo que él haya pretendido enseñar, pero del rastro de su vida de vecino, amigo y cura de barrio, queda un destello luminoso, quizás, como el de un mechero sencillo, que puesto sobre un mueble de la casa ilumina todo el ambiente y nos permite vernos, reconocernos.
Pertenecemos a la Vida, y sin embargo el mundo nos confunde, nos perdemos un rato solo para volver a encontrarnos y comprobar una buena noticia, unidos podemos recordar lo que somos y recordar nuestra casa.
(Libro “Encuentro” una mística del compromiso; Ruben Isidro Alonso; compiladores: Mercedes Clara, P Adolfo Ameixeiras, páginas 83-84): Decía Cacho- “cuando creamos paz, armonía y equilibrio en nuestra mente, los encontramos en nuestra vida. Siempre Señor, el misterio de nuestra libertad y tu inmenso cariño. Soy responsable con mi mente de todo lo que me ha sucedido en la vida, lo bueno y lo malo y sobreabundó la Gracia. Por eso quiero que mi corazón desborde gratitud y alegría. Siempre me rodeaste de gente tan buena, de sus gestos, palabras, gentilezas, cuidados y todo sin medida, todo ha sido oro puro del Amor”
Agradecemos junto con Cacho, agradecemos su historia y presente. Agradecemos a las personas del barrio por sus vidas, agradecemos todo lo que vemos, oímos y sobre todo agradecemos la infinidad de pliegues y detalles de la vida, todas aquellas cosas de las que no nos enteramos nunca y aun así sucedieron y acontecen. La infinidad de personas, historias y gestos, que hacen posible una salvación sin rezagados, no se pueden medir ni controlar, pero sí habitar y confiar en eso.
Fraternalmente: Roberto Flores