La emigración de los hombres, incluso de pueblos enteros existe desde que el hombre es hombre. En búsqueda de alimento, por situaciones climáticas, guerras, por trabajo, turismo, escape o búsquedas. También a lo largo de la historia mujeres y varones con distintas prácticas religiosas dejaron su tierra, su gente, su cultura para ir a donde creían ser enviados.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levan-taos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.» Mateo (17,1-9)
En la itinerancia de las personas y de los pueblos, hay momentos donde algunos encuentran un lugar satisfactorio en el mundo y arman su carpa. Es lo normal humanamente: irse de donde se está mal y quedarse donde se está bien.
Misteriosamente la voz de Dios a muchas personas les ha pedido dejar su bienestar, su trabajo, su reconocimiento, sus vínculos para enviarlo justamente a un lugar más inhóspito. Dios a veces nos invita a desarmar la carpa y descender. Algunos creen en él y continúan camino…
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