sábado, 3 de julio de 2010

Huellas de un terremoto

Pisamos tierras chilenas el viernes 28 de mayo al cruzar la Cordillera de los Andes por el Paso Mamuil Malal. Llegamos a Pucón, bajo la sombra del Volcán Villarrica, donde los cambios de moneda, de acentos y modismos al hablar nos señalaban a cada momento que estábamos en otro país. Nuestro camino siguió hacia Valdivia y, finalmente, el día 2 de junio llegamos al Gran Concepción. En nuestro andar nos encontramos con paisajes hermosos: volcanes, parques, ríos, playas... lugares para contemplar, para admirar la naturaleza.

Camino a Concepción no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. Habíamos visto las imágenes de la ciudad luego del terremoto del 27 de febrero, habíamos escuchado en Valdivia algunas historias de aquella noche inolvidable para muchos, nos alertaban de que las réplicas continuaban; pero lo cierto es que no teníamos mucha idea de lo que eso significaba.
Una de las primeras imágenes que vimos de Concepción fue un edificio colapsado, el Alto Río, caso del cual se sigue hablando por los incumplimientos de las leyes antisísmicas por parte de la constructora. En un programa de televisión dedicado a este caso, aunque un poco sensacionalista, veíamos las pérdidas de vida y materiales que esto había significado, lo que fueron las operaciones de rescate, el dolor que aun perdura en quienes habitaron ese edificio recientemente construido y que prometía una estabilidad que no fue tal.

Los efectos del terremoto se ven en la ciudad, en algunos otros edificios que también deberán ser demolidos, en espacios vacíos que un día fueron construcciones, en las calles aun rotas. Pero los efectos más fuertes, que no están en la ciudad de Concepción sino en comunas aledañas, son los del maremoto.

En la comuna de Talcahuano, donde nos recibió el Padre Nino y, junto con él, jóvenes de la Pastoral Juvenil de la Arquidiócesis (varios de los cuales nos han recibido en sus casas estos días), pudimos recorrer el sector Santa Clara. Allí el mar levantó casas enteras, contenedores y barcos que terminaron en tierra firme. Junto con personas de la comunidad caminamos por el barro que abunda en las calles. Se veían las "mediaguas" de emergencia que entregó el gobierno y también otras que fueron aportadas por la comunidad católica de la zona. Muchos voluntarios de distintos lados trabajaron en la construcción.

En Caleta Tumbes, zona de pescadores, las casas costeras casi no existen. El mar las levantó y en su lugar hay hoy "mediaguas". Y los botes... destrozados.

En Dichato recibimos el mayor impacto. Enseguida uno puede visualizar los rastros de lo que fue y ya no es. Se ven los pisos de baldosa de lo que fueron casas, fachadas que no contienen nada detrás, baños aislados que quedaron en pie... Un panorama desolador.

Nuestros ojos registraron muchas imágenes, nuestros oídos escucharon mil y una historias de lo vivido la noche del terremoto y maremoto. La gente quería compartir su historia, y nosotros queríamos escucharla. La experiencia fue una invitación al desprendimiento, a no aferrarse a los bienes materiales, a reencontrarse con lo más importante de la vida, que es la vida misma. Como cada vez que sucede una catástrofe de este tipo, los más afectados son los pobres. Y, como leí en un libro sobre las comunidades de El Salvador en los años '70, ellos son el lugar privilegiado para leer lo que Dios nos está diciendo.

Male

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