Puedo garantizar la anécdota porque me la contó su protagonista: un
obispo (de cuyo nombre no debo acordarme) a quien Francisco, el actual
obispo de Roma, le dijo literalmente en conversación privada: “reza por mí; la
derecha eclesial me está despellejando. Me acusan de desacralizar el
papado”.
Permítaseme
preguntar si lo que está haciendo Francisco es desacralizar el papado o más bien
cristianizarlo. Hace unos diez siglos, san Bernardo escribió una carta
al papa Eugenio III y lo que le pedía en ella viene a ser otra “desacralización”
del papado: que se parezca a Pedro y no a Constantino (o al sumo sacerdote
judío), y que recuerde que Pedro no necesitó grandes palacios, ni mantos de
armiño, ni lujosos medios de transporte para anunciar a Cristo. Por si fuera
poco, el nada sospechoso Benedicto XVI declaró poco antes de su renuncia que esa
carta de san Bernardo debería ser libro de cabecera para todos los
papas.
Pedro fue muy apreciado en la iglesia primera, pero el libro de los
Hechos de los Apóstoles no da ningún testimonio de que ello se debiera a una
sacralización de su persona o de su ministerio: se le quería porque era
perseguido y encarcelado, porque tenía intuiciones de líder sobre los nuevos
caminos que había de emprender la iglesia primera, quizá también porque era
humano y se le podían pedir cuentas cuando daba un
paso que algunos timoratos no entendían (como entrar en casa de un
pagano), o incluso se le podía reprender públicamente como hizo
Pablo…
Algo parecido a lo que pedía san Bernardo es lo que intenta Francisco.
Pero eso es cristianizar al papado. ¿O
acaso habrá que acusar al mismo Jesucristo de “desacralizar” a Dios, por haberse
vaciado de su rango divino y haber asumido figura de siervo (Fil, 2,6
ss)? Pues no: más bien hay que decir que un ministerio de Pedro
sacralizado no hace más fácil la evangelización, ni más auténtica la fe de los
católicos. Sólo sirve para que la curia romana se autosacralice a sí misma bajo
la sombra del papa.
Tratando de comprender esa desviación cabría decir que brota de lo que
suele presentarse como lo más característico, la gran virtud y el gran peligro
de lo “católico”. Kat-hólico
significa universal, pero no en sentido cuantitativo sino cualitativo:
significa que ninguna dimensión natural queda fuera de lo cristiano (salvo el
pecado que, por muy metido que lo tengamos, es lo más antinatural). Católico
deriva del mismo vocablo griego (“holon”, en lugar de “pan”) de donde procede
nuestra palabra holístico puesta hoy tan de moda, y que se refiere a una
totalidad, pero en sentido distinto al que pueden evocar palabras como
”pan-germanismo” o pan-sexualismo.
Por eso se decía antaño que la diferencia entre catolicismo y
protestantismo estaba sólo en una “y” (fe y razón, Dios y hombre, Gracia y
libertad, vertical y horizontal…). Ésta sería la gran virtud de lo católico. Su
gran peligro, de ahí derivado, es que puede contribuir a que nos perdamos en
detalles ensombreciendo lo esencial cristiano y creyendo
que comulgar en la boca (por ejemplo) es más santo y más piadoso que hacerlo en
la mano. Al querer afirmarlo todo, se da el mismo valor a todo y se
difumina la tremenda radicalidad cristiana.
La reforma de Lutero buscó en realidad una concentración en eso esencial
cristiano, que luego algunos tacharon de reducción. Pero también se ha podido
tildar a algunas personas y posturas católicas de ser “muy católicas pero muy
poco cristianas”, terrible aviso que ya lanzó Fernando de los Ríos en
1933. Los
shows multitudinarios del papa Wojtila con los gritos de “totus tuus” o “santo
súbito” podrían ser tachados de muy católicos pero quizá poco
cristianos. Y en fin: no sé si cabe decir que el protestantismo es como
el canto gregoriano y el catolicismo como la polifonía barroca (y esto lo
escribe un católico admirador del gregoriano).
Todos esos entornos de vestimentas especiales (y con sastres especiales),
residencias regias, genuflexiones, apelativos de “santo padre”, viajes
especiales… son en realidad muy secundarios. Cuando se los exagera y se los
absolutiza contribuyen a crear una aureola
idolátrica en torno al sucesor de aquel pescador de Galilea, llamado
Pedro. Jesús no se sirvió de esas auras sagradas para anunciar la
paternidad de Dios y el reinado de Dios. Y con el cristianismo se ha abolido la
distinción entre lo sagrado y lo profano: porque, según Jesús, lo único sagrado
es el ser humano, que está por encima de todos los “sábados” de la historia. De
modo que, seguramente, el Maestro repetiría hoy a todo esos monseñores
preocupados, sus palabras de antaño: “deja a los muertos que entierren a sus
muertos, y ve a anunciar el reinado de la libertad de los hijos de Dios y la
fraternidad de los hermanos en Cristo” (Lc 9,60).
Así pues: ¿que Francisco está desacralizando el papado? Demos
gracias a Dios por ello, porque contribuirá a purificar la fe de los
católicos facilitando además el acercamiento de otras iglesias cristianas.
Porque, aunque sea cierto que a Dios sólo llegamos a través de mediaciones, eso
no significa que debamos sacralizarlas.
José Ignacio González Faus
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