En poco tiempo se podía llegar a la ciudad. Por las noches había posibilidad de encender la luz. Ya no había necesidad de prender el carro a la yegua vieja para traer el barril lleno de agua de la vertiente.
Para el abuelo había algo que cambió: El gusto por el agua dulce de la cachimba. Cada día caminaba hacia el bajo, bebía de la misma fuente y con mucho orgullo traía a la mesa una jarra con el agua natural. A nadie le llamaba la atención que esto sucediera, hijos, yernos, nueras, compadres, nietos y amigos se habían acostumbrado a calmar la sed con aquel agua.
El tiempo pasa para todos y en un frió invierno el abuelo se quedaba en casa y eran otros los que diariamente se turnaban para que no faltara el agua en la mesa familiar.
Sorpresivamente en el verano, comenzaron los comentarios de que el sabor del agua había cambiado. Quienes iban a buscarla decían que la vertiente estaba muy sucia. Entonces un día se decidió no traer más agua de la cachimba.
La vida de los hombres siempre se ha adaptado a los cambios realizados en la historia humana. Todo continuó igual en la vida familiar, los trabajos y descansos. Llamaba la atención y preocupaba que el abuelo estuviera envuelto en un sentimiento de tristeza.
Hasta que un día, alguien en vez de decir palabras de estimulo al abuelo, decidió preguntar y escuchar que le pasaba. Y este después de un largo silencio expreso el deseo de que volviera el agua del manantial a la mesa familiar. Alguien quiso complacerlo y se dirigió al bajo con una jarra. Regresando rápidamente con la noticia de que el agua estaba en mal estado.
El abuelo con dificultad se puso de pie diciendo: “Vamos a limpiarlo” fue tan firme su movimiento y el tono de su voz que nadie dudó en lo que había que hacer… y todos caminaron hacia el bajo a limpiar la vertiente.
Dicen que llevó su tiempo, cortar las chilcas, sacar piedras, barro, e incluso vaciar el pozo del agua sucia, que al removerla desprendía un olor desagradable. Siempre hay alguno con poca fe o falta de tiempo que abandonó la tarea a mitad de jornada diciendo que era una pérdida de tiempo.
Desesperanzado agregaba que ya el agua no volvería a ser la de antes.
Los que perseveraron,
ya sea por complacer el abuelo
o por el deseo de volver a beber de aquel agua dulce,
regresaron a la mañana siguiente de la limpieza del pozo
y lo encontraron por la mitad de agua.
Estaba cristalina, fresca y dulce.
Cuentan que bebieron como personas sedientas por mucho tiempo.
Lo mejor de todo fue ser testigos de la mirada, la sonrisa del abuelo cuando vio la jarra del agua de la vertiente en el centro de la mesa.
Aquello de ir cada día a buscar el agua a la cachimba, y cada tanto hacer una limpieza total del pozo, se transformó en un rito de la familia.
Muchas cosas siguieron cambiando en las costumbres familiares y en lo material, pero ninguna de ella sustituyó el agua dulce y natural que manaba y se daba desde la misma madre tierra.
Los mayores, señalando la foto del abuelo con una sonrisa, su bastón y sombrero junto al fogón a leña, trasmitían a los más pequeños y a las visitas la razón de la felicidad del sabio anciano.
Siguieron cambiando los caminos, los medios de trasporte, las costumbres y los niños se hacían mayores y después abuelos. Pero hasta el día de hoy se enseña a buscar el agua de la vertiente. Que cada tanto necesita hacerle una buena limpieza y ponerla en el centro de mesa para todos.
¿Cómo está de limpia nuestra cachimba?
¿Es dulce el agua de nuestra vertiente?
¿Nos hacemos tiempo para descender hasta ella,
beber de su agua
y cada tanto limpiarla afondo?
Nacho
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