Abanderados: ¡Qué dilema! por Natalia
Trenchi
Empiezo abriendo el paraguas: me pidieron
insistentemente que hablara de este tema y lo hago desde el profundo respeto
que me merecen los docentes y el sistema educativo, desde que empezó hasta
ahora. Sólo ellos saben lo que es encarar la titánica tarea de enseñar, educar
y formar día a día, contra viento y marea a tantos y tantos niños producto de
familias tan diversas. Así que hablo desde este lugar de respeto y de simple
observadora de lo que pasa emocionalmente con los niños cuando atraviesan la
etapa escolar.
Siempre digo que la escuela humanamente
fortalecedora es aquella que recibe a un pequeño niñito más o menos asustado,
trabaja con él unos cuantos años y lo devuelve a la sociedad seguro de sí mismo
y de los recursos que ha incorporado, motivado para seguir aprendiendo y
esforzarse, capaz de pensar por sí mismo y de ser creativo, dispuesto a mejorar
el mundo en que vivimos. Todos sabemos que nuestras escuelas y colegios lo
logran con algunos pero no con otros, que egresan convencidos de que no son
buenos para estudiar ni para aprender ni para satisfacer las expectativas
adultas, desmotivados y a veces hasta enojados con la vida. Seguro que estamos
de acuerdo en que mucha energía debe ser puesta en conseguir que cada vez sean
menos los que salen en ese estado, ¿verdad?
No quisiera estar en los zapatos de los
docentes cuando tienen que elegir y seleccionar a una minoría como los
“mejores”, como los privilegiados que están a la altura de portar los símbolos
patrios.
¿Cómo saber si A se esforzó más que B?
¿Cómo medir cuánto mas
solidario y buen compañero es C?
¿Tenemos idea de lo que es la vida de cada uno
y las mil batallas personales y silenciosas que cada uno libra todos los días?
Con el tiempo se han ideado cambios
tendientes a flexibilizar los criterios basados solo en el rendimiento, dando
participación a los niños en la elección. Ellos también ahora eligen a “los
mejores”. Desde mi mirada, lejos de solucionar problemas, esto ha generado
nuevos dolores. Muchos terminan pensando: “No sólo no me eligen las maestras,
sino que ni mis compañeros lo hacen”, “Si no me votan, no me quieren”.
Elegir a los “mejores” (de lo que sea,
rendimiento o compañerismo) significa poner en el podio a un puñado y dejar en
el llano a la mayoría. Mal negocio. Lo que necesitamos es convencer a todos de
que son valiosos y valorados. Y cuando digo todos, me refiero a todos, porque
estoy absolutamente segura de que todos lo merecen. ¿Alguien se animaría a
decir que un niño de 10, 11 o 12 años no es suficientemente valioso o que no
merece la esperanza? Aunque no haya demostrado ser muy bueno en matemáticas,
aunque haya sido inquieto y molesto, aunque por timidez nunca haya participado
en clase: ¿merece terminar su escolaridad creyendo que ha fracasado? ¿o que
vale menos?
Todos los que ya hemos vivido bastante
sabemos que ser o no ser abanderado, no importa absolutamente nada en la vida
de verdad. Todos hemos visto triunfar como adultos a malos alumnos en la época
escolar y hemos visto quedar relegados en grises lugares a algún engominado
orgulloso de sostener la bandera cuando niños. Otros, por cierto, eran cracs de
chicos y lo siguieron siendo de grandes. Pero cuando uno está en primaria eso
todavía no lo sabe y se cree que ser abanderado es como una especie de etiqueta
que se asocia al éxito, a la inteligencia, a lo que debe ser. Y no lo es,
porque seguimos premiando habilidades equivocadas. Seguimos sobrevalorando la
obediencia y la fotocopia cognitiva: subrayar como le gusta a la maestra, ser
prolijo, repetir lo que se dijo en clase o contestar lo que se espera que uno
conteste.
¿Eso es lo que más queremos estimular en
nuestros chiquilines? ¿Eso es lo que les va a permitir florecer en la vida? ¿No
será mejor poner el acento en que se animen a explorar, a ser curiosos, a
pensar, proponer ideas además de aprender lo que hay que aprender para avanzar?
No hay avance posible si no valoramos la
indisciplina intelectual. El mundo avanza no por los que repiten lo que ya se
sabe sino por los que se atreven a pensar inteligentemente diferente, aunque
sean desprolijos y desalineados.
Y para frutilla de la torta…algunos padres
que sienten que en esto de las banderas se juega un partido fundamental y lo
cargan de un estrés increíble. El niño que se siente presionado, estresado,
juzgado, que siente que si no logró un buen lugar cerca de la bandera defraudó
a sus padres, abuelos y padrinos, está sufriendo hoy pero además puede quedar
con cicatrices para mañana. Y el que es elegido, también sufre la presión y
también puede quedar preso de un estereotipo que no lo deje ser él mismo.
No me gusta ningún ranking de personas, ni
por belleza ni por inteligencia, ni por bondad. Estoy firmemente convencida que
si no aceptamos que cada uno vale por sí mismo y que todos somos un ramillete
variado de fortalezas y debilidades, seguiremos recortando alas y volando
bajito.
Quiero que todos salgan convencidos de que
son y serán buenas personas, que se les ha respetado su derecho a no saber, a
equivocarse, a ser imperfectos y que se valora su capacidad de superación al
ritmo que sea y su esencia única e irrepetible más allá de Sotes y “Te
felicito”. Si no los convencemos cuando son chiquitos, ¿cuándo?
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