En el contexto de las primeras noticias, lo que me llamó la atención fue algo a primera vista pequeño e insignificante para los analistas que tratan asuntos del Vaticano. Se trata de la forma cómo algunos sacerdotes entrevistados o conduciendo programas de televisión, cuando se les preguntaba sobre quién sería el nuevo Papa, se iban por la tangente. Apelaban a la inspiración o la voluntad del Espíritu Santo, como aquel del cual dependía la elección del nuevo romano Pontífice. Nada de pensar en personas específicas para responder a las situaciones desafiantes del mundo, nada de suscitar una reflexión en la comunidad, nada de hablar de temas actuales de la Iglesia que han llevado a un deterioro significativo, nada de escuchar los gritos de la comunidad católica por una democratización de las estructuras anacrónicas que sustentan a la Iglesia institucional. La formación teológica de estos padres comunicadores no les permiten salir de un patrón de discurso trivial y abstracto bien conocido, un discurso que continúa apelando a las fuerzas ocultas y de cierta forma confirmando su propio poder. La continua referencia al Espíritu Santo a partir de un misterioso modelo jerárquico es una forma de camuflar los reales problemas de la Iglesia y una forma de retórica religiosa para no revelar los conflictos internos que ha vivido la institución. La teología del Espíritu Santo sigue siendo para ellos mágica y expresando explicaciones que ya no consiguen hablar a los corazones y a las conciencias de muchas personas que aprecian el legado del Movimiento de Jesús de Nazaret. Es una teología que sigue provocando la pasividad del pueblo creyente ante las diversas dominaciones, inclusive las religiosas. Continúan repitiendo fórmulas como si estas satisficieran a la mayoría de las personas.
Me entristece el hecho de verificar, una vez más, que los religiosos y algunos laicos, actuando en los medios de comunicación, no percibieran que estamos en un mundo en el cual los discursos necesitan ser más asertivos y marcados por referencias filosóficas, más allá de la tradicional escolástica. Un referente humanista los tornaría mucho más comprensibles para el común de las personas, incluyendo a los no católicos y a los no religiosos. La responsabilidad de los medios religiosos es enorme e incluye la importancia de mostrar hasta qué punto la Iglesia depende de las relaciones con todas las historias de los países y de las personas individuales. Ya es tiempo de salir de ese lenguaje metafísico abstracto, como si un Dios se fuera a ocupar especialmente de elegir al nuevo Papa, prescindiendo de los conflictos, desafíos, iniquidades y cualidades humanas. Ya es tiempo de enfrentarnos a un cristianismo que admita el conflicto de las voluntades humanas y que al final de un proceso electivo, no siempre la elección hecha se pueda considerar la mejor para la totalidad. Que permita enfrentar la historia de la Iglesia como una historia construida por todas y todos nosotros y testimoniar respeto por nosotras/os mismos y mostrar la responsabilidad que tenemos todas y todos los que nos consideramos miembros de la comunidad católica romana. La elección de un nuevo Papa es algo que tiene que ver con el conjunto de las comunidades católicas esparcidas por todo el mundo y no sólo con una elite añosa minoritaria y masculina. Por eso, es necesario ir más allá de un discurso justificativo del poder papal y enfrentarse a los problemas y desafíos reales que estamos viviendo. Sin duda, para eso las dificultades son muchas, y enfrentarlas exige nuevas convicciones y el deseo real de promover cambios que favorezcan la convivencia humana.
Una vez más, me preocupa que no se discuta de forma más abierta el hecho de que el gobierno de la Iglesia institucional se entregue a personas de edad, que a pesar de sus cualidades y sabiduría ya no pueden enfrentar con vigor y desenvoltura los desafíos que estas funciones representan. ¿Hasta cuándo la gerontocracia masculina papal será el duplicado de la imagen de un Dios blanco, anciano y de barbas blancas? ¿Habría alguna posibilidad de salir de ese esquema o de, al menos, comenzar una discusión en vistas a una organización futura diferente? ¿Habría alguna posibilidad de abrir esas discusiones en las comunidades cristianas populares, que tienen el derecho a la información y a una formación cristiana más ajustada a nuestros tiempos?
Sabemos hasta qué punto la fuerza de las religiones depende de los desafíos y comportamientos que son fruto de convicciones capaces de sustentar la vida de muchos grupos. Entretanto, las convicciones religiosas no se pueden reducir a una visión estática de las tradiciones ni a una visión deliberadamente ingenua de las relaciones humanas. Del mismo modo, las convicciones religiosas no pueden ser reducidas a la ola de las más variadas devociones que se propagan a través de los medios de comunicación. Y aún más, no podemos continuar tratando al pueblo como ignorante e incapaz de hacerse preguntas inteligentes y astutas en relación con la Iglesia. Entretanto, los sacerdotes comunicadores creen tratar con personas pasivas y entre ellas se encuentran muchos jóvenes que llevan adelante un culto romántico en torno a la figura del Papa. Los religiosos mantienen esta situación, muchas veces cómoda, por ignorancia o por avidez de poder. Afirmar la intervención divina en las decisiones que la Iglesia católica jerárquica, prescindiendo de la voluntad de las comunidades cristianas esparcidas por el mundo, es un ejemplo flagrante de esa situación. Es como si quisieran reafirmar erróneamente que la Iglesia es en primer lugar el clero y las autoridades cardenalicias a las cuales es dado el poder de elegir el nuevo Papa, y que esta es la voluntad de Dios. A los millones de fieles les cabe a penas rezar para que el Espíritu Santo elija mejor y esperar hasta que la fumata blanca anuncie una vez más “habemus papam”. De manera hábil, siempre están intentando hacer a los fieles escapar de la historia real, de su responsabilidad colectiva y apelar a las fuerzas superiores que dirigen la historia de la Iglesia.
Es una pena que esos formadores de opinión pública estén aún viviendo en un mundo teológicamente y tal vez hasta históricamente premoderno, en el cual lo sagrado parece separarse del mundo real y estar en una esfera superior de poderes a la cual apenas unos pocos tiene acceso casi directo. Es desolador ver cómo la conciencia crítica en relación con sus propias creencias infantiles no han sido actualizadas en beneficio propio y de la comunidad cristiana. Parece incluso que se acentúan muchos oscurantismos religiosos presentes en todas las épocas, siendo que el Evangelio de Jesús convoca a una responsabilidad común de unos en relación con los otros.
Sabiendo las muchas dificultades enfrentadas por el papa Benedicto XVI durante su corto ministerio papal, las empresas de comunicación católicas sólo resaltan sus cualidades, su donación a la Iglesia, su inteligencia teológica, su pensamiento vigoroso, como si quisieran una vez más esconder los límites de su personalidad y de su postura política, no sólo como pontífice, sino también, por muchos años, como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. No permiten que las contradicciones humanas del hombre Joseph Ratzinger aparezcan, y que su intransigencia legalista y el tratamiento punitivo que caracterizaron, en parte, a su persona sean recordados. Hablan desde su elección, sobre todo de un papado en transición. Sin duda de transición, pero ¿transición hacia qué?
Me gustaría que la actitud loable de renuncia de Benedicto XVI pudiese ser vivida como un momento privilegiado para invitar a las comunidades católicas a repensar sus estructuras de gobierno y los privilegios medievales que esta estructura aún ofrece. Estos privilegios tanto del punto de vista económico como político y sociocultural mantienen el papado y el Vaticano como un Estado masculino aparte. Pero un Estado masculino con representación diplomática influyente y servido por millares de mujeres a través del mundo en las diferentes instancias de su organización. Ese hecho nos invita igualmente a pensar sobre el tipo de relaciones sociales de género que ese Estado continúa manteniendo en la historia social y política de la actualidad.
Las estructuras premodernas que aún mantienen a ese poder religioso necesitan ser confrontadas con las ansias democráticas de nuestros pueblos en la búsqueda de nuevas formas de organización, que se concilien mejor con los tiempos y grupos plurales de hoy. Necesitan ser confrontadas con las luchas de las mujeres, de las minorías y mayorías raciales, de personas de diferentes orientaciones sexuales y opciones; de pensadores, de científicos y de trabajadores de las más distintas profesiones. Necesitan ser retrabajadas en la línea de un diálogo mayor y más fructífero con otros credos religiosos y sabidurías esparcidas por el mundo.
Y, para terminar, quiero volver al Espíritu Santo, a ese viento que sopla en cada una/o de nosotros, a ese soplo en nosotros, y mayor que nosotros, que nos aproxima y nos hace interdependientes con todos los seres vivientes. Un soplo de muchas formas, colores, sabores e intensidades. Soplo de compasión y ternura, soplo de igualdad y diferencia. Este soplo no puede seguir siendo usado para justificar y mantener estructuras privilegiadas de poder y tradiciones más antiguas o medievales, como si fuesen una ley o una norma indiscutible e inmutable. El viento, el aire, el espíritu sopla donde quiere, y nadie debe atreverse a querer ser ni una sola vez su dueño. El espíritu es la fuerza que nos aproxima unos de otros, es una atracción que permite que nos reconozcamos como semejantes y diferentes, como amigas y amigos, y que juntas/os busquemos caminos de convivencia, de paz y justicia. Esos caminos del espíritu son los que nos permiten reaccionar a las fuerzas opresoras que nacen de nuestra propia humanidad, los que nos llevan a denunciar las fuerzas que impiden la circulación de la savia de la vida, los que nos conducen a descubrir los secretos ocultos de los poderosos. Por eso, el espíritu se muestra en acciones de misericordia, en pan compartido, en poder compartido, en sanación de las heridas, en reforma agraria, en comercio justo, en armas transformadas en arados, en fin, en vida en abundancia para todas/os. Ese parece ser el poder del espíritu en nosotros, poder que necesita ser actualizado a cada nuevo momento de nuestra historia y ser actualizado por nosotros, entre nosotros y para nosotros.
Fuente: ADITAL
Traducción del portugués: Graciela Pujol
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