«Hay por ahí quienes observan la cuaresma
antes regalada que religiosamente,
y se dan más a la invención de manjares nuevos
que a reprimir pasiones viejas.
Se hacen con múltiples y costosas provisiones
de todo género de frutos, hasta dar
con los platos más variados y suculentos;
y, rehuyendo tocar las ollas donde se coció la carne,
por no mancillarse, abrevan sus cuerpos
en los más refinados placeres del sentido».
(San Agustín)
El ayuno es costumbre más judía que cristiana. Incluso, si apuramos un poco, es rito maniqueo más que profético. «Sello de la boca», porque la materia y los alimentos son impuros. Los grandes profetas judíos entendieron y explicaron maravillosamente el sentido verdadero del ayuno (Is. 58; Am. 5,21-25; 05-6,6; Mi. 6,8...). Y Jesús, nuestro Maestro, nos enseñó con su doctrina y su praxis que lo que entra por la boca no mancha al hombre; que no se debe ayunar en un banquete de bodas, cuando el novio está presente; que se debe ayunar en cambio de todo egoísmo, de toda injusticia, de toda avaricia, de toda maldad
(Mc. 2,18-22; 7,15-23).
Si el ayunar fuera un mérito, tendríamos que canonizar a todos los hambrientos de la tierra. No es el comer o el ayunar lo que importa, sino el espíritu con que se come o se ayuna. Jesús ayunó como el mayor de los ascetas y compartió la mesa de los ricos y los pobres, de los justos y pecadores, hasta granjearse el calificativo de «comilón y borracho» (Mt. ll,l9). Yo puedo alabar a Dios si me privo de un alimento y puedo alabar a Dios si tomo un alimento, y alabo mejor a Dios si comparto el alimento. Un vaso de agua bebido y agradecido es un acto virtuoso; un vaso de agua esparcido en tierra como ofrenda a Dios es también un acto virtuoso, pero no necesariamente más que el primero. Y aún existe otra alternativa mejor: dar ese vaso de agua al prójimo que lo necesita. Ese vaso sí que lo bebe Dios.
Sea éste nuestro ayuno. No el ayuno que me impone una ley, sino el que me pide la caridad. Sólo ayuna bien el que ayuna desde el amor y para amar. El miércoles de ceniza ayunan los cristianos. Habría que ver qué tanto por ciento. Pero este espectáculo produce desazón. ¿A qué se reduce ese día de ayuno? ¿Por qué y para qué y cómo ayunamos? ¿Para cumplir o para hacer obras buenas? ¿Para imitar a Cristo en el desierto? No sé si ganaremos méritos, ¿pero ganan algo los pobres con nuestro ayuno? ¿Dejan de ayunar por eso los hambrientos del mundo? Porque éste es el problema; si el hambre es el mayor castigo y el mayor pecado de nuestro tiempo, ¿no resulta ridículo y hasta burlesco el que ayunemos un día, para seguir tranquilos, sintiéndonos buenos cristianos?
Ayunemos desde la solidaridad. Hoy sólo se puede hablar de ayuno gritando la injusticia en que vivimos. Hoy sólo se puede ayunar luchando para que otros no ayunen. Hoy sólo se puede celebrar el ayuno asumiendo el dolor, la impotencia y la rabia de los millones de hambrientos. Ayunar es amar. El ayuno que Dios quiere sigue siendo el de partir tu pan con el hambriento; el privarte no sólo de los bienes superfluos, sino aún de los necesarios en favor de los que tienen menos; el dar trabajo al que no lo tiene o ayudar a solucionar el problema del paro; el curar a los que están enfermos de cuerpo o de espíritu; el liberar al drogadicto o prevenir su caída; el denunciar toda injusticia; el dar amor al que está solo y a todo el que se te acerca.
Ayunar es amar. No demos importancia a la comida de la que se priva un satisfecho. Damos importancia a la comida que posibilitamos a un hambriento. No importa quedarnos nosotros un día sin comer. Sí importa dar a Dios un día de comer. Sea, pues nuestro ayuno voluntario el impedir los ayunos obligados de los pobres. Ayunemos para que nadie tenga que ayunar.
También concedo otra legitimación del ayuno. Sea el ayuno signo de nuestra libertad y protesta contra la tiranía del consumismo: Bienvenido este miércoles de ceniza si me entrena en la lucha permanente contra las seducciones consumistas. Ayunemos para saber decir no a la oferta seductora de la manzana paradisíaca o televisiva. No quiero ser puro cliente del mercado. Ayunemos para la libertad. Y ayunemos para la austeridad.
Ayunemos para nuestra paz; por aquello de que no es más feliz el que más tiene y más consume, sino el que más es y menos necesita.
(Juan Marti-Alanis, obispo de Urgel)
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