domingo, 3 de marzo de 2013

PAPAS RENUNCIANTES - Daniel Bazzano




Hubo en la historia del pontificado varios papas que no ejercieron su ministerio hasta su muerte: algunos fueron depuestos ilegítimamente y murieron en prisión o en el destierro; hay algunos otros que fueron forzados a renunciar, por lo que su renuncia no se considera legítima. Pero existen al menos tres casos de papas que abdicaron por el bien de la Iglesia, a los cuales me gustaría referirme.

El primero de todos cuya renuncia se conoce y está documentada: SAN PON-CIANO, el décimo octavo obispo de Roma. Fue papa desde 230 hasta el 28 de setiembre de 235. Murió mártir en Cerdeña, el 19 de noviembre de 235. Le tocó heredar un cisma que se remontaba al tiempo de la elección del papa S. Calixto (217 - 222) y que se mantuvo durante el pontificado de S. Urbano I (222 - 230), cisma protagonizado por un sacerdote romano de nombre Hipólito, que también es venerado como santo. El cisma había surgido por las disputas en-tre Hipólito y el predecesor de S. Calixto, S. Ceferino (papa entre 199 y 217).

Sabemos que una disputa teológico-pastoral fácilmente se puede embarrar y, lo que comienza como una discrepancia de criterios, deriva rápidamente en enfrentamientos personales, enconos y formación de partidos irreconciliables. Eso fue lo que ocurrió en este caso.

Cuando murió Ceferino, fue elegido obispo de Roma su secretario Calixto, contra quien Hipólito fulminaba las mismas acusaciones. Negándose a reconocerlo, Hipólito se hizo elegir obispo de Roma por sus seguidores -que eran muchos e influyentes- iniciando así el largo cisma que se prolongó desde 217 hasta 235, abarcando, como ya está señalado, tres pontificados.

En 235, el emperador Maximino el Tracio inició una persecución dirigida princi-palmente contra las cabezas de la Iglesia. Ponciano e Hipólito fueron condenados a trabajos forzados en las minas de sal de la isla de Cerdeña. Ponciano era muy conciente de que de esas minas no se volvía con vida; por lo cual, para hacer posible la elección de un nuevo papa, renunció el 28 de Septiembre de 235. En su lugar fue elegido San Antero, quien también morirá mártir al año siguiente. En estas dramáticas circunstancias, Hipólito llegó a reconciliarse con la Iglesia Romana, y de esta manera se terminó el cisma.

De acuerdo con antiguas Actas de mártires que conocemos por estar citadas en el “Liber Pontificalis”, Ponciano murió como consecuencia de las privaciones y el inhumano trato que haba tenido que soportar.

El Papa Fabián (236-50) hizo llevar a Roma los restos de Ponciano e Hipólito en fecha posterior y Ponciano fue sepultado el 13 de Agosto en la cripta papal de la Catacumba de Calixto donde es venerado como mártir. Por los mismos motivos, también San Hipólito es venerado en Roma, e incluso el papa Dámaso compuso un himno en su honor.

SAN CELESTINO V (Pietro di Morrone). Fue elegido papa en julio de 1294; fue coronado el 29 de agosto; renunció el 13 de diciembre, siempre en 1294. Murió el 19 de mayo de 1296, en Castel Fumore, donde lo había encerrado su sucesor Bonifacio VIII (Benedetto Gaetani) por temor a un cisma.

A la muerte del papa Nicolás V en abril de 1292, los cardenales electores -¡que no eran más de 11!- estaban inconmoviblemente divididos entre las facciones de las poderosas familias romanas Orsini y Colonna. Los Orsini eran partida-rios de los intereses del rey de Francia sobre la corona de Sicilia y, en general, sobre su hegemonía en Italia y Europa; los Colonna apoyaban lo mismo pero del rey de Aragón. El control del papado era esencial para unos y otros y, de este modo, fue imposible ponerse de acuerdo. El cónclave -aunque no era un verdadero "cónclave" porque no estaban encerrados, como ahora- se extendió por dos años… interrumpiéndose y cambiando varias veces de sede para sus sesiones. Imaginémonos el desorden provocado en Roma y en la Iglesia en general por un período tan largo de sede vacante.

En el verano de 1294 los cardenales (que eran diez, pues uno había muerto el año anterior) retomaron por enésima vez sus sesiones, esta vez en la ciudad de Perugia, siempre con el consabido "trancazo". Entonces recibieron una carta de un ermitaño, Pedro de Morrone, en la que les amenazaba con castigos divinos si seguían prolongando su desacuerdo. La intervención del ermitaño, muy conocido y respetado como un santo, impresionó a los cardenales. Uno de ellos propuso elegirlo papa, y rápidamente todos se pusieron de acuerdo; esto sucedió el 5 de julio de 1294.

Nunca se habría imaginado Pietro de Morrone las consecuencias de su carta. De hecho, cuando fueron a comunicarle su elección, se resistió; pero finalmente aceptó. Fue coronado papa en la ciudad de L'Aquila, y entró en Roma montado sobre un burro, imitando la entrada de Jesús en Jerusalén. Pero no residió allí, sino en Castel Nuovo, Nápoles, donde continuó con su vida de ermitaño.

Pronto comprendió que debía optar entre su vida de ermitaño y el gobierno de la Iglesia: era imposible realizar a la vez las dos vocaciones. Y optó por la pri-mera. Después de emanar un decreto declarando lícita la renuncia de un papa, lo hace él mismo, el 13 de diciembre del mismo año. Cinco meses había durado su pontificado.

GREGORIO XII (Angelo Correr). Papa desde el 19 diciembre 1406 - abdica el 4 julio 1415; muere el 18 octubre 1417.

Es el cuarto papa electo durante el Gran Cisma de Occidente, que había co-menzado el 20 setiembre 1378 con la elección de un antipapa contra Urbano VI. El antipapa, Clemente VII, fijó su residencia en la ciudad de Aviñón. Para empeorar las cosas, intentando solucionarlas, fue elegido un tercer papa en la ciudad de Pisa en abril de 1409.

Los protagonistas habían cambiado desde aquel lejano 1378: en Roma, Gregorio XII era apoyado por los reinos de Nápoles y Polonia y el ducado de Baviera; Benedicto XIII -el que "se quedó en sus trece"…- era sostenido en la Peñíscola por los reinos ibéricos y el de Escocia; el resto de Europa (Francia, Inglaterra, Portugal, Bohemia, Prusia y otros varios estados de Alemania e Italia) obedecían al papa de Pisa, Juan XXIII (sí: Juan 23, no es un error).

Pero Europa estaba harta de tantas décadas de cisma. Presionado por el Em-perador Segismundo del Sacro Imperio Romano Germánico, Juan XXIII -el que tenía apoyo más numeroso de los estados europeos- accede a convocar un concilio, que se reúne en la ciudad suiza de Constanza a partir del 4 de no-viembre de 1414. Fue un verdadero congreso de Europa, quizá puede ser con-siderado el primero de ellos, donde clérigos y laicos (entiéndase por "laicos" a los príncipes seculares, no a los "laicos de a pie") debatieron y procuraron so-lucionar los tres problemas que acuciaban a la sociedad: la unidad de la Iglesia, la defensa de la fe y la reforma de la misma Iglesia.

Resumiendo lo relativo al primer punto: el concilio destituyó y encarceló a Juan XXIII, y destituyó a Benedicto XIII, quien quedó aislado con algunos seguidores fieles, miembros de su "corte pontificia" en el castillo de la Peñíscola. Y en cuanto a Gregorio XII, éste accedió a renunciar, con la condición de convocar él mismo previamente el concilio -puesto que desde su punto de vista había sido convocado por un papa ilegítimo-. Y así sucedió el 4 de julio de 1415.

El concilio continuó sesionando, con la participación de Gregorio XII, que había retomado su nombre de Ángelo Correr y asumido el cargo de Cardenal Obispo de Porto. Murió un mes antes de la elección de Martín V por parte de los cardenales presentes en el concilio, elección efectuada recién el 11 de noviembre de 1417, fecha que marca el fin del Gran Cisma.

Quise destacar estos tres episodios, porque creo que en cada uno de ellos hay profundas implicancias del Espíritu Santo.

En efecto: los tres protagonistas saben anteponer sin dudar el bien de la Iglesia a la permanencia en el cargo papal.

Ponciano, sabiendo que de las minas de sal de Cerdeña no se volvía vivo, no quiere que la iglesia de Roma quede sin pastor. Y en el momento supremo, da un paso al costado al mismo tiempo que tiende la mano a su rival Hipólito; re-nuncia y reconciliación entre hermanos quedan unidas en el testimonio -martirio- que ambos ofrecerán unánimes.

Clemente se dio cuenta de que él mismo había sido una ocasión para encon-trar una salida a una situación insostenible: ésa era su misión, pero no la de ser papa. Cuando lo comprendió, volvió a su vocación permanente. Fue un acto de coherencia consigo mismo, así como de humildad. Y así aceptó las duras e injustas condiciones que, por miedo, le impuso su sucesor.

Gregorio, puesto a la cabeza de la Iglesia por un grupo de personas cuya ad-hesión era bastante borrosa y en un momento particularmente difícil e inédito, acertó a discernir el signo y el tiempo de su renuncia. Su abdicación posibilitó la restauración de la unidad de la Iglesia pero al mismo tiempo fue, paradojal-mente, la afirmación de su propia legitimidad como papa.

Pero lo que más admira de los tres, es su libertad. No consideraron el ser pa-pas como algo propio, sino como un servicio en bien de la Iglesia toda. Y cuando cada uno en su circunstancia comprendió que el máximo servicio que podía prestar como papa era precisamente dejar de serlo, lo hizo.

¡Admirables hermanos y pastores nuestros, no tanto por sus virtudes persona-les, sino sobre todo por su acto, por su decisión de renunciar, como expresión máxima de su fidelidad a la vocación de servicio!

Benedicto XVI se suma a esta lista de mi admiración. Su renuncia es un gesto profético que nos regala el mismo Espíritu que lo llamó al papado.

Hay quien cree que esta decisión equivale a "bajarse de la cruz". Así parece que lo dijo el que fuera secretario de Juan Pablo II, actual cardenal polaco Sta-nislaw Dziwisz, aunque luego él mismo lo desmintió. Evidentemente, la actitud del papa Ratzinger contrasta (¿y cuestiona?) la del papa Woytyla. Dejemos la reflexión sobre este punto para más adelante, cuando haya más perspectiva.

Pero considerar que Benedicto quiere "bajarse de la cruz" es, por decirlo ele-gantemente, una majadería. Es no comprender el "signo" que el Espíritu nos ofrece. No tiene fuerzas para seguir desempeñando el oficio de papa. ¿Por qué, entonces, estaría obligado a permanecer como titular de ese oficio? ¿Quién gobernaría la Iglesia en realidad, si el titular no puede? Uno puede sospechar que lo harían los secretarios, los cardenales de los dicasterios, la curia romana, en una palabra. Pero el papa es la cabeza, y la curia es el cue-llo: éste sostiene a aquélla -es su función- pero no puede pretender suplir su mal funcionamiento. Toda vez que en la milenaria historia eclesiástica sucedió algo parecido, el resultado fue más o menos un desastre. Así que en primerísimo lugar, el gesto de Benedicto es un acto de supremo amor responsable a la Iglesia.

Pero hay otro aspecto. ¿Por qué motivo, por qué razón, un anciano debería permanecer en un cargo directivo cueste lo que cueste? Puedo encontra-r motivos: aferrarse al poder principalmente, o al status, o a la consideración pública, o ceder ante presiones de intereses creados; quizá también el temor al futuro inmediato ("¿qué pasará si me voy ahora?"); o bien un modo de entender la fidelidad y la perseverancia, que personalmente no comparto. En fin: motivos puede haber muchos y de distinta índole; pero razones no me imagino ninguna. Es decir: creo que, en el fondo, es irracional pretender que un anciano prolongue sine die el mismo rol que jugó durante su vida adulta.

Y no se trata sólo del estado de salud. Se trata precisamente de roles que se desempeñan en distintas etapas de la vida. Hay quien se niega a retirarse de su actividad porque afirma sentirse en perfecta salud, con todas las fuerzas, etc. etc. Pues bien: ¿por qué esperar a estar baldado para "jubilarse"? Justa-mente, gozando perfecto estado de salud, un anciano puede desempeñar un servicio distinto en una etapa nueva de su vida, que puede ser incluso la más creativa y rica de todas. Pensemos nada más en nuestro Figari, que tenía casi 60 años cuando se "retiró" de la actividad política, periodística y docente, y se dedicó a pintar… ¿Por qué un Ratzinger de 85 años no podría "retirarse" a re-zar? ¿O es que acaso la oración no es una actividad suficientemente válida y creativa como para dar sentido a la vida de un cristiano o, como en este caso, a una etapa de su vida?

Creo que éste es el otro contenido del signo profético de la renuncia del papa: la afirmación de que la ancianidad puede ser vivida con sentido, con dignidad, no necesariamente porque se prolongue en ella indefinidamente el tipo de actividad y el papel desempeñados en la etapa adulta. Por eso, ¡ancianos del mundo: jubilémonos! para poder aportar a nuestro mundo la riqueza propia de la ancianidad, y no lo obliguemos a soportarnos pretendiendo ser "jóvenes" a toda costa.

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