Inicio de un viaje
Según el Diccionario etimológico de la lengua guaraní, del cual
Elio Ortiz es coautor, A, la primera letra, es también una palabra que significa
nacer. Sapukai es el grito de nacer.
Mucho de ser guaraní he aprendido desde aquí, desde Bolivia, y
mucho de la lengua guaraní he vuelto a aprender en los innumerables viajes al
Chaco con Elio Ortiz.
No hablaré de los múltiples viajes de Yvy Maraey, pero sí de ese
último e inolvidable viaje que hicimos juntos al Isoso para preparar la muestra
Arte guaraní en Bolivia y la publicación de los libros Yapysaka y Jovy.
El punto de partida fue el encuentro con las comunidades para
elaborar una gran hamaca. El eje articulador es siempre la palabra, que cada
narradora convoca para reinventar el mito y así mantener viva su lengua y su
cultura. La destreza de la tejedora no radica en la técnica, sino en su
habilidad de narrar y conectarse con el mundo espiritual. Sin mito no hay
cerámica ni tejido. Sin mito no hay arte y su valor radica en que no solo ha de
ser contado, sino visto y oído a la vez.
En este sentido, la filosofía de los guaraníes tiene una
aproximación al arte que es tan primaria como sofisticada, tan local como
universal y tan ancestral como actual.
En los libros que publicamos con la Fundación Cinenómada para las
Artes, Elio Ortiz nos recuerda que la creación artística está profundamente
vinculada al mundo espiritual y que artista es quien tiene una conexión especial
con las profundidades de la existencia.
El arte está presente en todas las instancias de la vida cotidiana
del Isoso, en la dimensión de su propio universo y particularmente en la
percepción de la belleza que sus símbolos expresan.
En aquel último viaje, estuvimos con todas las tejedoras del Isoso,
rodeando este gran tejido que se iba llenando de su propio aura. Elio, quien
tenía una conexión profunda y un sentimiento único con ese ritual, participaba
en la creación de ese gran relato a varias voces con singular entusiasmo y
alegría. Y así, los tejidos moisi (serpiente resbalosa, y que representa la
Sabiduría) terminan emplumándose con las plumas de kara-kará. Arriba, la
serpiente adquiere alas y, abajo, el kara-kará se hace víbora con el mboiyakará
(una de las serpientes más venenosas del Chaco). La vida emerge para los
guaraníes en la unión de opuestos. Cosa que sucede en el punto exacto llamado
“centro del mundo”.
Paradójicamente, el arte indígena me ha permitido entender la
contemporaneidad del arte. Pero creo que el verdadero artista era el propio
Elio, con su manera de contar historias, su relación con la música y el
conocimiento profundo y cotidiano de los tejidos y las cerámicas. Éste es el
valor de estas publicaciones donde Elio Ortiz, mi gran mburivicha y ese hermano
mayor que nunca tuve, nos enseña ver con los oídos y nos dice que Nacemos para
morir, morimos para brillar.
Asapukai en el inicio de este nuevo viaje.
Mi otro yo Juan Carlos Valdivian cineasta
Pocas veces tiene uno la oportunidad de forjar una amistad tan
profunda como la que forjé con Elio Ortiz. “Qué haces tú andando con ese karai”,
le cuestionaban a él, así como a mí me preguntaban con asombro: “¿Qué se te ha
ido a perder ahí en el Chaco con esa gente?” Ni vecinos, ni amigos de infancia,
ni compañeros de estudios, ni colegas profesionales, pero sí amigos por elección
mutua. Y después de mucho andar, mejores amigos, o como dice el guaraní de su
amigo del alma, che sein, mi otro yo.
La muerte siempre fue un tema entre nosotros porque la muerte es un
tema para los guaraníes, aunque a la mayoría no le guste hablar de eso. Fueron
diezmados y masacrados a lo largo de siglos y aun hoy, en la atmósfera
plurinacional que nos envuelve, son apenas la sombra de lo que fueron y no gozan
de los beneficios de un territorio que nos está haciendo ricos a los bolivianos:
su territorio.
Elio y yo siempre coqueteamos con la muerte, la muerte como la
melancolía de estar encerrado en uno mismo y cuya única salvación es despertar
en el sueño del otro. La tragedia es querer cambiar y no poder; la tragedia es
que a nadie le interesa el otro. En este contexto, no es verdad que morir sea
malo. Morir para vivir, morir para ser otros.
Todas estas divagaciones se dieron entre los huesos de kereimbas
masacrados en Kuruyuki hace más de cien años, o en los pantanos primigenios del
Izozog, pero también alrededor de esas alegres mesas donde tomamos chicha y sopa
de gallina criolla con la gente en los patios de esas viviendas austeras que
parecen nidos mimetizados con el monte.
Aún escucho resonar la risa generosa de Elio, proveniente de una
caja torácica fuerte de donde salía esa voz de narrador con la que nos hizo ver
con los oídos y de la que su mujer Ayda dice que era lo más hermoso que tenía.
Esos pulmones espléndidos fueron los que le fallaron.
El sistema de salud boliviano no supo identificar la causa de su
enfermedad, aunque Elio, que tenía a la muerte como compañera, sabía que la vida
es prestada. Llámale mal de chagas, como el 80% de los indios de tierras bajas,
o tuberculosis como la que se llevó a su compañero de viaje ayoreo en Yvy
Maraey, Diego Picanerai, a los 20 años o el mal de ojo de un Mbaecua del Isoso,
todos terminamos en la morada de los muertos. Es un lugar de una belleza y
verdor indescriptibles, donde las almas beben y danzan de noche y descansan
transformados en zapallos, camotes y árboles frutales durante el día.
En esa historia que confabulamos juntos, él me salva de la muerte
con sus cantos. En la vida real, lo veo extinguirse frente a mí. La pregunta
inevitable es ¿por qué él y no yo? Alguien puede contestar estas cosas?
Alguien puede decirme ¿quién y dónde se decide quién se queda y quién se va?
Mientras tanto, al ver el jardín de mi casa, me doy cuenta de que hay árboles
frutales en flor y que la primavera está cerca. Gracias por existir, Elio Ortiz.
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